Texto: Rubén
D. Fernández Lisso
“En medio de
lo más alto de las Sierras Chicas, en el pinar de verdes oscuros y sombras, los
rayos de sol penetran con calidez. La brisa suave y fresca juega con las
plantas. Los pájaros y los insectos cantan a la vida. No hay ruidos de autos,
ni de fábricas. En realidad, no hay fábricas. No hay contaminación. El cielo es
tan celeste como puede ser.Ahí, donde vive la naturaleza, encontró su refugio
el escritor.”
Cuentan que
por ahí hubo canteras de mármoles y minas de oro. Los folletos de la época
recomendaban el lugar a turistas en busca de recreación o para el cansado
hombre de negocios en busca de reposo. Monseñor Pablo Cabrera, en su obra
Punilla: desde el Dique al Uritorco, habla de una pintura rupestre que los
autóctonos llamaban el letrero: Era un alero de piedra como de seis o más
metros de ancho y tres o cuatro de alto. De todo participaba: de mirador, de
adoratorio y de vivienda. Se destacaba en lo alto del acantilado o barranca del
río, extendiéndose de Este a Oeste.Había que subir por una escalinata de
granito, que ya en esa época, estaba desgastada por los siglos En el fondo de
la granítica mansión se desarrollaba una pictografía soberbia, interesante,
valiosísima. Representaba con todos sus pormenores, y hasta con detalles de
cierto sabor cómico, una corrida o boleo de avestruces y guanacos hechos por
los indios a través de la pampa de Oláen o Ayampitín. De tres colores habíase
servido: plomo, negro y rojo, la mano anónima que trazó la pictografía. Otro
detalle curioso: a falta de parejeros, servíanse de vicuñas o llamas, los
campeones.El relato casi mueve a las lágrimas cuando uno pregunta: ¿y dónde
está?
Francisco
Capdevila, historiador de la zona, se revulve en la silla y se frota las manos,
un poco inquieto: Parece que una explosión en las minas aledañas terminó con
todo. Todavía quedan en zona morteros comunales: son perforaciones en la roca
dura que los aborígenes usaban para moler el grano. También quedan restos de
lanzas de pesca, arcos y flechas, boleadoras. Cuentan que los autóctonos vivían
en zocavones de piedra, tanto naturales como esculpidos por ellos. Cuentan que
los hombres tenían barba. Y que los caciques junto a sus hijos, labraban la
tierra y sembraban el maíz plantando una a una las semillas. Igual que
cualquier hijo de vecino.Cuentan que eran pacíficos, que adoraban al sol y la
luna. Que aprendían el evangelio muy fácil. Que comían semillas de chañar y
algarroba, que pescaban, que cantaban, que bailaban. Vaya uno a saber. Ya no
están más. Igual que el letrero.Deploré entonces no haber aprendido a dibujar,
cuenta Monseñor Cabrera; y ello me sugirió la idea de regresar, en plazo más o
menos corto, a aquel paraje, para hacerme por medio del objetivo, del pincel o
lápiz, de un trasunto de el letrero. Más cuando me aprestaba años después, para
llevar a cabo esta resolución, supe de muy buena fuente que, o por efecto
quizás de una explosíon de dinamita en alguno de los yacimientos de oro y plata
(no sabría asegurarlo), explotados hasta hace poco a inmediaciones del alero, o
por algún movimiento sísmico producido, qué sé yo cuándo, en la región, el
monolito había rodado hecho pedazos al fondo de la arteria.
Uno no sabe
si deplorar más la inhabilidad, la lentitud o la desinteligencia ¿No podía ir
inmediatamente con alguien que supiera dibujar? ¿Pensó que duraría para
siempre? ¿No le importó tanto? Años después uno no puede más que acumular
preguntas. El letrero se esfumó junto con sus anónimos autores.Cuentan que
llegaron los primeros colonos y que construyeron hermosas mansiones. Dicen que eligieron
los lugares más bellos. Dicen que amaban el hilito de agua de vertiente que
pasaba dejando su melodía por el costado de la vivienda principal. Dicen que un
día el hilito de agua creció, se convirtió en una fuerza descomunal que arrasó
la vivienda y las vidas de los habitantes. Dicen que aprendieron dónde
construir. Y construyeron una cancha de golf. Los jugadores, entre tiro y tiro,
fueron juntando una por una las piedras, del sitio que hoy es un vergel
maravilloso. Y después llegó el dique. El más grande de sudamérica. Y las
sequías no se volvieron a repetir con la intensidad de antaño.El autor caminó
por estos pagos cuando los folletos ya eran impresos en máquinas offset a 4
colores. El escritor entre las sesiones a bordo de su máquina Woodstock,
derramó 14 libros en 14 años, construyó un lugar mágico de la cultura enclavado
en un lugar mágico de la naturaleza. El Paraíso, la casona colonial que habitó
desde 1969 pinta un Mujica Lainez atesorador de maravillas, sofisticado,
excéntrico, elegante. Su casona combina la magia, con el arte, los documentos
con lo esotérico.El Paraíso de Manucho atesora pinturas, esculturas,
manuscritos y objetos personales. Difícil definirlo mejor que Amelia Bence, que
un día le dedicó estas palabras: ¡BELLEZA! ¡BELLEZA! ¡BELLEZA! Es tu casa y
eres tú.
El cielo
celeste, los ríos y las vertientes, la brisa suave y el sol cálido, siguen
siendo los mismos. No hay fábricas. No hay canteras. No hay oro. No hay plata.
El tren dejó de pasar. Cuentan que el autor inuauguró el primer café concert
del lugar. Se llamó El pianito loco, donde entre otros actuó Bergara Leuman. Ya
no hay café concert.En La Cumbre, uno agradece haber recorrido los 94
kilómetros en dirección Nornoroeste desde Córdoba capital, haber probado los
exquisitos mil hojas de Dany Cheff o los generosos lomitos que sirven en El
Andén. Uno disfruta de seguir conectado al mundo en Planeta Tierra. Uno puede
gozar la maravillosa cancha de golf (18 hoyos, par 70), las cabalgatas noctunas
los días de luna llena o los perfectos terrenos para hacer mountain bike o
trakking. Uno puede hospedarse en hoteles hasta tres estrellas, en hosterías,
bungalows o cabañas de ensueño, en increíbles estancias. Ahí, uno puede ir a
tomar algo a ... (·), antes de terminar la noche bailando en Tobys, un clásico
del lugar.
Ahí, en la
casa de Mujica Lainez, hay manuscritos de Rubén Darío, Marcel Proust, Juan de
Garay, García Lorca, y muchos otros. Están el monóculo, la lapicera y el anillo
del escarabajo de lapislazul del autor, duermiendo una soberana siesta adentro
de una vitrina. Al lado, cerámicas precolombinas conversan con una piedra
tallada en China, que contiene vaya uno a saber qué maldición, por suerte ya
extinta. En tanto, bastones de monjes chinos se mezclan con santos de vestir
europeos que miran fijo pinturas de Soldi, Victorica y muchos otros. Ahí, una
página del manuscrito Juvenilia, de Miguel Cané convive con esculturas de
Fioravanti, Yrurtia, Zuhur. En El Paraíso de Manucho, Hermenegildo Sabat se
encuentra con Xul Solar, Borges con Tito Rivera y Ramón Columba con Victoria
Ocampo.El Paraíso de Mujica Láinez tiene mil historias que contar, mil
personajes para conocer.
Los folletos
de la era digital recomiendan el lugar para turistas en busca de recreación o
para el cansado hombre de negocios en busca de reposo. Medio año con sol
radiante, un cuarto nubladito. Dieciocho grados de promedio en todo el año. Un
clima top, super top para la salud, comenta un extrajero que eligió el lugar
para afincarse. Ahí viven cóndores y ágilas. Viven pájaros carpintero y
gorriones. Viven tordos y zorzales. Viven zorros y serpientes. Viven cuises y
perdices. La naturaleza llegó antes que nosotros y nos sobrevivirá. Ahí, el
atardecer lo tiñe todo de oro.Uno quiere pensar en algún depredador del arte
que guarda en un egoísta sitio el letrero. Que un día morirá un rico
coleccionista británico y en el subsuelo de su castillo, aparecerá el canto de
los comechingones. El intihuasi. Uno quiere pensar... Pero el ruido de la
naturaleza lo hunde a uno en el silencio. El autor, uno piensa, encontró su
refugio en el silencio.
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